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El Acuerdo 2015 en París: la voluntad de transformación


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Publicado originalmente en el blog Miradas desde el sur del sur

Por Hernán Carlino
Especialista en Política Climática
Investigador del Centro de Estudios en Cambio Climático Global - FTDT

Hasta hace unos pocos días, cuando en relación con el cambio climático se hablaba de París, se lo hacía respecto de la posibilidad de alcanzar allí un acuerdo sobre el régimen climático internacional.

Desde entonces, las noticias sobre París nos remiten a un intento salvaje de intimidación que tenga al mundo como observador.

Sin embargo, para aquellos que creen en la condición humana y en la posibilidad del diálogo como medio para el avance de la humanidad, París sigue siendo un lugar de esperanzas.

Efectivamente, se trata de encontrar allí la oportunidad de probar —mediante un acuerdo global— que los países pueden trabajar colectivamente para enfrentar un desafío tan complejo como el que plantea el cambio climático y la de mostrar que las partes en ese acuerdo pueden encontrar los medios para ser solidarias con los más vulnerables frente a sus impactos. Y lograrlo sin que haya que afectar sustantivamente el interés de las sociedades nacionales que deban hacer los esfuerzos de transformación necesarios para una descarbonización profunda, la que permita eliminar radicalmente las condiciones que desatan el cambio climático.

Es cierto que las expectativas sobre la posibilidad de alcanzar un acuerdo han venido siendo muy elevadas, y hay ya antecedentes de lo difícil que es lograrlo.

Aunque mucho ha sido escrito en torno de la naturaleza y características del acuerdo climático esperado, es posible intentar examinar una vez más en que radica esa dificultad y los elementos claves para que ese acuerdo pueda ser adoptado en un marco de consenso amplio, contemplando las diversas preocupaciones y necesidades de los países que serán parte del mismo.

En principio, debe mencionarse que enfrentar el cambio climático requiere un formidable esfuerzo de mitigación, con la participación de todos los países, lo que hace necesarios unos cambios profundos en los sistemas energéticos a escala global, así como en las modalidades de uso y consumo de recursos.

Esto implica casi inevitablemente adoptar unas trayectorias de crecimiento que conduzcan, en las próximas décadas, a unas sociedades cuasi carbono neutrales. Ese esfuerzo tiene, no obstante, sus costos, que varían de economía en economía, y efectos en la competitividad relativa de las economías nacionales, con lo cual la adopción de un acuerdo aplicable a todos podría provocar la agudización de las brechas entre países con niveles diferenciales de desarrollo relativo, e incluso entre sectores económicos y sociales. Para decirlo de otra manera, un obstáculo al acuerdo puede ser la inquietud respecto a que de este acuerdo puedan surgir ganadores y perdedores, como consecuencia de la imposición de reglas de juego que favorezcan determinadas condiciones y, además, de la existencia de dotaciones de recursos muy diversas. De modo que la conmensurabilidad de los esfuerzos y un cierto reparto justo de las cargas parece estar en la base de la posibilidad de alcanzar una coalición estable que garantice los acuerdos.

En segundo término, la propia naturaleza de los instrumentos que han sido adoptados para canalizar las acciones de mitigación, las contribuciones determinadas nacionalmente, mediante los cuales los países se comprometen a  llevar a cabo determinadas acciones, con independencia de las necesidades derivadas de alcanzar la meta global de mantener el aumento de la temperatura media del planeta bien por debajo de los 2 grados centígrados, hace que el acuerdo deba tener unos mecanismos de revisión de las promesas de los países —que garanticen el aumento forzoso pero paulatino de la ambición en la mitigación—, hasta eliminar la brecha de emisiones que haría imposible alcanzar aquella meta. Es decir, el acuerdo debe establecer con claridad cómo y cuándo las partes deberán reunirse para resolver esa brecha de emisiones, definiendo un punto de inflexión para la tendencia que hoy llevan las emisiones globales de gases de efecto invernadero.

En tercer lugar, el acuerdo debe poder resolver un aspecto clave: el financiamiento, que constituye seguramente el fulcro de un acuerdo para un régimen climático. El financiamiento climático es una de los medios de implementación que los países en desarrollo reclaman como necesarios, pero su aseguramiento es ciertamente imprescindible para que haya un acuerdo.  Hay varios motivos para que así sea, entre ellos, la magnitud de los recursos necesarios para poner en marcha las transformaciones requeridas; luego, la necesidad simultánea de recursos incrementales para la adaptación; la fragilidad financiera de algunas economías en desarrollo o la baja densidad de sus sistemas financieros nacionales; y, también, la existencia de otras necesidades de financiamiento para el desarrollo, cuya satisfacción debe conducir a garantizar la estabilidad política y atender las, en algunos casos, enormes demandas sociales insatisfechas. Pese a las restricciones fiscales provocadas por la crisis en buena parte de las economías desarrolladas, es posible considerar, además de los mecanismos financieros tradicionales ya puestos en juego, la utilización de instrumentos innovadores de política monetaria y crediticia que permitan movilizar recursos a la escala necesaria sin afectar mayormente la asignación de recursos presupuestarios ya limitada por las mencionadas restricciones.

En cuarto término, el acuerdo debe dar respuesta al menos inicial a la cuestión de las perdidas y daños, un reclamo de los estados insulares en desarrollo, los países menos adelantados, y aquellos particularmente vulnerables a los impactos del cambio climático, los países que tienen menos capacidad de respuesta, institucional, técnica, financiera, y que además se enfrentan a efectos por su naturaleza irreversibles y para los cuales no hay estrategia posible de adaptación. Las implicancias jurídicas y económicas de esta cuestión son significativas, pero sería necesario reforzar los mecanismos institucionales ya creados para atender esta demanda, y encontrar un punto de convergencia que permita el tratamiento de la cuestión, evitando a la vez la formalización de un instituto que abra el camino a contingencias ilimitadas.

Luego, entre otros asuntos cruciales que el acuerdo, y el conjunto de decisiones que lo habrán de complementar deben atender, se cuenta la definición de apropiados procedimientos de reporte, revisión y comunicación, que le den transparencia e integridad, así como otros relativos a los umbrales requeridos para su entrada en vigor, la posibilidad de una fase de arranque temprano, y la determinación de sus periodos o ciclos de implementación.

En esta última cuestión, la de la implementación, se asienta, tal vez, una de los indicadores claves para medir los logros que podrían esperarse de París. No se trata solo de alcanzar un acuerdo y luego esperar cansinamente su cumplimiento. Más bien lo que se propone lograr es que el acuerdo 2015 y su implementación sean parte de un conjunto amplio, solidario, justo, esperanzado de compromisos, que involucre a los países no solo en su firma, sino en lo que concierne a su ejecución plena, a pesar de las dificultades que plantea, con la conciencia de que sólo de esta manera podrá avanzarse en una solución racional y equilibrada para enfrentar el desafío extraordinario que propone el cambio climático a la humanidad.