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El régimen climático internacional sometido a una prueba liminar en Durban: mercados de carbono, financiamiento y esfuerzos nacionales en la balanza

En un contexto de dificultades amplias de gobernanza y de coordinación internacional para enfrentar problemas globales, como aquellos relacionados con los equilibrios macroeconómicos, la regulación financiera, el comercio internacional y los asuntos de seguridad, una nueva Cumbre Climática a celebrarse en unas pocas semanas parece augurar más controversias que acuerdos sustantivos y nuevas opciones a considerar en lugar de soluciones, aunque la envergadura de los asuntos pendientes reclama algo diferente.

La próxima reunión de las Partes de la Convención Marco sobre el Cambio Climático que se realizará entre el 28 de noviembre y el 9 de diciembre en Durban, Sudáfrica, y en la que se debieran lograr algunos acuerdos específicos, seguramente alcanzará esos acuerdos sólo si logra resolver el dilema de cómo involucrar a todos los países reconociendo sus diferencias, para lo cual es probablemente necesario algo más que un único abordaje descendente (top down).

En efecto, a lo largo de los últimos veinte años, o algo más, de negociaciones en torno de las vías para enfrentar el cambio climático, el abordaje principal radicó en establecer una estructura multilateral de reglas comunes y compromisos acordados en el marco del sistema multilateral de negociación de Naciones Unidas.

Aunque se hicieron enormes progresos durante esa negociación, entre los que se destaca sobremanera el haber podido acordar el Protocolo de Kyoto y que su vigencia probara, aún en una escala de abatimiento de emisiones de gases de efecto invernadero relativamente reducida, que la mitigación del cambio climático es económica y técnicamente viable y que las transformaciones que conlleva tienen múltiples beneficios; sin embargo, no ha sido posible aún perfeccionar esa estructura multilateral de compromisos respecto a las emisiones de cada país, lo que ha sido percibido como un fracaso y sobre todo como una falencia de voluntad para acordar, que se atribuye especialmente a algunos de los países que participan del proceso de  negociación, como Partes de la Convención, a la vez que en su condición de mayores emisores.

Algunos de las piezas maestras de esa estructura de reglas y compromisos aún pendientes incluyen hoy la cuestión de como hacer operativa una meta de largo plazo consistente en mantener el incremento de la temperatura global promedio por debajo de los 2°C respecto de los niveles pre-industriales, incluyendo la posible revisión de esa meta para llevarla a 1.5°C, tal como lo solicitan los países más amenazados por los impactos más severos del cambio climático.

Debe tenerse en cuenta que si no lograra ponerse en vigor un régimen internacional vinculante, que reflejara esa estructura multilateral de compromisos a la que hacíamos referencia, y que transforme en obligaciones las promesas de reducción de emisiones que buena parte de los países, desarrollados y en desarrollo, han formulado a partir de la reunión de Copenhague en el 2009, la brecha entre las promesas de mitigación y las reducciones necesarias para alcanzar la meta acordada en Cancún, tendería a mantenerse e incluso a profundizarse.

Así, según un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA, 2010),  el nivel de emisiones de gases de efecto invernadero consistente con la meta de limitar el aumento de la temperatura global a 2ºC sería de aproximadamente 44 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente (GtCO2e) en el año 2020, mientras las emisiones en la situación de seguir haciendo más o menos lo mismo (los consumidores, empresas y gobiernos no cambiaran sus patrones de conducta actual) alcanzarían a 56 gigatoneladas, con lo que la brecha sería entonces de 12 gigatoneladas entre lo que es necesario reducir y el nivel de las emisiones reales, y si las promesas más ambiciosas enunciadas a partir de Copenhague se materializaran, las emisiones podrían ser reducidas a 49 GtCO2, dejando una brecha todavía mayúscula de 5 GtCO2e, lo que equivale a todas las emisiones anuales globales de automóviles, buses y vehículos de transporte producidas en el 2005. De modo, que parecería que los países, dejados a su arbitrio, no llegarían a reducciones individuales que satisficieran las necesidades totales de reducciones consistentes con la meta global acordada colectivamente.

En segundo término, los países deben encontrar los procedimientos acerca de como vincular de manera congruente, justa y eficaz, las dos vías de negociación que se abrieron en Bali, Indonesia, en el 2007, la de acción cooperativa a largo plazo, en el marco de la Convención, y la de los compromisos en el segundo período de compromiso del Protocolo de Kyoto, para aquellos países que son Parte del Protocolo.

Aunque, en particular, los países en desarrollo han indicado el valor central que para ellos tiene el Protocolo de Kyoto, y su rechazo absoluto a cualquier posibilidad de abandonarlo, muchas de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que no son países en desarrollo, también valoran la existencia de un régimen de cambio climático  multilateral y legalmente vinculante y entienden que la arquitectura del Protocolo de Kyoto tiene que subsistir como la piedra basal de cualquier resultado también legalmente vinculante que emerja de estas negociaciones en curso.

El problema principal es que, aún entre las Partes que quieren mantener el Protocolo como un elemento central del régimen climático, no hay posiciones comunes respecto de cómo hacer esto posible.  Así se discuten por lo menos dos alternativas para lograrlo: la primera sería mantener el Protocolo de Kyoto tal como está, y acordar un nuevo protocolo, un protocolo dedicado a la acción cooperativa a largo plazo, separado de aquel, que trate las cuestiones relevantes que se están negociando en el marco del Grupo de Trabajo Especial sobre acción cooperativa a largo plazo (una de las dos vías de Bali). La otra opción es empezar prácticamente de nuevo, negociando un nuevo instrumento muy abarcador, que incorpore los componentes claves del Protocolo de Kyoto, y los integre con los resultados sobre acción cooperativa a largo plazo,  incluidas, entre las cuestiones principales, las reducciones a lograr por las Partes en el largo plazo (hacia el 2050) y los modos para lograrlo, y como se concilian estas acciones de mitigación, con las enmarcadas en el Protocolo de Kyoto, resolviendo en un solo instrumento todos los asuntos pendientes, lo que parece difícil de lograr en tan corto plazo y con el bajo grado de confianza mutua actual entre las Partes.

Una tercera opción, elegante y también de más sencilla ejecución, sería enmendar el Protocolo, para mejorarlo, acordando un segundo y un sucesivo tercer período de compromiso (para las Partes de su actual Anexo B, los países desarrollados), y crear un Anexo C, nuevo, en el que se incluyan los esfuerzos nacionales de los países en desarrollo que quieran hacerlo, muy probablemente bajo la forma de Acciones Nacionales Apropiadas por los Países en Desarrollo (las NAMAs).

En cualquier caso, esto implicaría que los países en desarrollo, y en particular China, entendieran que los compromisos que asumen no son compromisos vinculantes si no están apoyados por financiamiento climático y soporte tecnológico.

Lo que nos lleva al tercer plano de discusiones respecto del financiamiento climático, punto en el cual, pese a las expectativas no ha habido en la última reunión del comité constituido para establecer sus principales lineamientos, un consenso pleno en definir el diseño propuesto para el Fondo Verde para el Clima, que parecía ser un elemento crítico en la consecución de consensos para el conjunto del régimen climático.

La complejidad de la negociación no consigue opacar, empero, a los ojos de los principales actores interesados, el hecho que los negociadores caminan por el filo de la navaja. Hay poco tiempo, desconfianza y asuntos difíciles de resolver. De no haber acuerdos sustantivos, desaparecería en la práctica, la obligación internacional de los países del Anexo I (todos los desarrollados a excepción de los EEUU) de reducir emisiones, lo que provocaría un debilitamiento  dramático de la demanda en los mercados de carbono.

Sin embargo, parece difícil, que después de haber hecho tanto esfuerzos en esta dirección, los países en desarrollo, y en particular los países latinoamericanos, pese al cuestionamiento que hicieron respecto de la posibilidad de extender los mecanismos del Protocolo de Kyoto, entre ellos el Mecanismo para un Desarrollo Limpio, ante la desaparición de un régimen vinculante para la limitación y reducción de emisiones, como el que regía en el primer período de compromiso del Protocolo, no concilien finalmente una posición que conduzca a un período interino, que de tiempo a acuerdos ulteriores, y permita que el mercado de carbono siga operando con la demanda del Sistema de Comercio de Emisiones de la Unión Europea como su principal dinamizador, siempre y cuando se adopten más tarde obligaciones vinculantes.

En materia de financiamiento climático, un dato alentador es que, pese a la demora en definir la naturaleza, diseño y modalidad de acceso del Fondo Verde para el Clima, sigue en expansión la creación de fondos climáticos, directos o que combinan el financiamiento climático y el del desarrollo sustentable, así como aumenta el volumen de recursos disponibles para la mitigación y la adaptación.  Así la disponibilidad de financiamiento público internacional se habrá de combinar con la movilización de recursos nacionales e internacionales, inclusive aquellos que puedan provenir de los mercados de carbono.